Este trayecto de hoy, debiese ser uno más de esos tantos de vuelos, que ya cuentan más 100.000 Km ., que he tenido que hacer entre Bogotá y Caracas. Viajes rutinarios, llenos de esos tramites atrabiliarios, engorrosos y en última instancia inútiles. Ritos ante al altar del temor de morir en el próximo desaguisado terrorista.
Pero desvarío. Dejar Bogotá y volver a Caracas, aunque sea por pocas horas, es siempre un periplo esperado. El regreso a casa, a ver los amigos, los amores, y porque no, también regresar a oler el aroma particular de la ciudad del valle, es para los que nos toca errar por estos cielos de América, una recompensa que creemos merecer. Suerte de derecho adquirido.
Pero hoy este trayecto tiene un sabor agridulce, inesperado, sorpresivo y hasta intolerable. No se me malentienda. Los que siempre nos esperan, siguen siendo objeto de nuestro amor. La ciudad, aunque hace tiempo que dejó de ser la de los "techos rojos", continúa rindiendo pleitesía al pie del Avila y mantiene ese aire de adolescente indisciplinada y rebelde que la hace sensualmente atractiva.
Todo eso, y mas, se mantiene relevante. Pero por razones que no me atrevo ni siquiera a escudriñar en mi fuero interno, esta vez siento que mas allá de la fuerza gravitacional de los amores que me vinculan a este terruño, la patria de mis abuelos, mis padres y espero que de mis hijas, ha empezado a desvanecerse, de manera lenta, de mis ansiedades.
Pero no es esto lo que hace diferente este viaje. El deterioro de este país al norte del sur viene ocurriendo hace un tiempo y aun así siempre he mantenido la esperanza de algún día poder contribuir a la reconstrucción de la Venezuela Posible, diferente, moderna, inclusiva en oportunidades.
Y no es que Bogotá, o Colombia en general, esté exenta de los quebrantos sociales y políticos que acompañan la vida en estas latitudes. Muy por el contrario, existe y progresa en medio y a pesar de ellos. Como venezolano uno hasta se avergüenza de quejarse de su suerte, cuando esta es comparada con la historia de Colombia de los últimos cincuenta años. Por otro lado, no me atreveré a comparar las bellezas naturales, y eso incluye a las mujeres, a las que que seguramente algún mal pensante pudiera atribuir estas líneas...
No sé entonces si fue el retraso en el aeropuerto El Dorado, o quizás el lento ascenso del Boeing dejando atrás el tapete de verde y ladrillo que es Bogotá, o el anuncio por el sistema de sonido en el avión de que "que pena", pero que no podían entregarnos los formularios de inmigración porque las autoridades venezolanas hacía ya un tiempo que no los suministraban a la línea aérea, lo cierto es que esta vez no solo me invadió el sentimiento de regresar a casa, si no también el de dejarla atrás.
La imagen distorsionada de Colombia que me fue sembrada en mi niñez en Maracaibo, y que luego fue abonada por la historia narrada en los textos escolares o en la página roja del diario "El Panorama", ha sido reemplazada en mi edad adulta por la de la segunda patria que me recibe con generosidad.
La Bogotá que se extiende del cerro de La Calera hacia la Sabana y del barrio Ciudad Bolívar hasta Chía, es también hoy nuestro hogar. Una ciudad de montaña, donde el sol y la lluvia danzan una milenaria coreografía, con la lluvia liderando el ritmo las más de las veces. Una ciudad de altos contrastes, como toda ciudad latino americana. Pero una ciudad de esperanza y trabajo, donde aun los que anidamos en ella como aves migratorias, nos podemos sentir bienvenidos, no solo porque nos permite extender nuestras alas, sino mucho mas importante por el calor que nos brinda su gente.
Apenas comienzo explorar fuera de los confines de ese aislamiento protector en que los inmigrantes incompetentes, como somos los venezolanos, o en todo caso yo, se embullen. Quiero darme el permiso de tratar de pertenecer, porque los que me quieren me invitan a hacerlo. Empiezo a aprender a querer esta ciudad y a esta gente, como antes pude a otras ciudades más lejanas, menos acogedoras.
El pájaro de acero, como se decía en las películas B de los años 50, finalmente aterrizó en Maiquetía. De vuelta al calor del Caribe. De vuelta a casa, a empaparnos de la pesadilla bolivariana una vez más, pero aun así el hogar siempre añorado. En unos días emprenderé el camino de vuelta, al lugar que hoy puedo también llamar hogar y que se me antoja algún día también me partirá el corazón dejarlo. Eso sólo significara que la ciudad finalmente me hizo suyo.
En unos días retomo otra vez el trashumar, el siempre penúltimo viaje, pero ahora trasteando entre hogares.
Pero desvarío. Dejar Bogotá y volver a Caracas, aunque sea por pocas horas, es siempre un periplo esperado. El regreso a casa, a ver los amigos, los amores, y porque no, también regresar a oler el aroma particular de la ciudad del valle, es para los que nos toca errar por estos cielos de América, una recompensa que creemos merecer. Suerte de derecho adquirido.
Pero hoy este trayecto tiene un sabor agridulce, inesperado, sorpresivo y hasta intolerable. No se me malentienda. Los que siempre nos esperan, siguen siendo objeto de nuestro amor. La ciudad, aunque hace tiempo que dejó de ser la de los "techos rojos", continúa rindiendo pleitesía al pie del Avila y mantiene ese aire de adolescente indisciplinada y rebelde que la hace sensualmente atractiva.
Todo eso, y mas, se mantiene relevante. Pero por razones que no me atrevo ni siquiera a escudriñar en mi fuero interno, esta vez siento que mas allá de la fuerza gravitacional de los amores que me vinculan a este terruño, la patria de mis abuelos, mis padres y espero que de mis hijas, ha empezado a desvanecerse, de manera lenta, de mis ansiedades.
Pero no es esto lo que hace diferente este viaje. El deterioro de este país al norte del sur viene ocurriendo hace un tiempo y aun así siempre he mantenido la esperanza de algún día poder contribuir a la reconstrucción de la Venezuela Posible, diferente, moderna, inclusiva en oportunidades.
Y no es que Bogotá, o Colombia en general, esté exenta de los quebrantos sociales y políticos que acompañan la vida en estas latitudes. Muy por el contrario, existe y progresa en medio y a pesar de ellos. Como venezolano uno hasta se avergüenza de quejarse de su suerte, cuando esta es comparada con la historia de Colombia de los últimos cincuenta años. Por otro lado, no me atreveré a comparar las bellezas naturales, y eso incluye a las mujeres, a las que que seguramente algún mal pensante pudiera atribuir estas líneas...
No sé entonces si fue el retraso en el aeropuerto El Dorado, o quizás el lento ascenso del Boeing dejando atrás el tapete de verde y ladrillo que es Bogotá, o el anuncio por el sistema de sonido en el avión de que "que pena", pero que no podían entregarnos los formularios de inmigración porque las autoridades venezolanas hacía ya un tiempo que no los suministraban a la línea aérea, lo cierto es que esta vez no solo me invadió el sentimiento de regresar a casa, si no también el de dejarla atrás.
La imagen distorsionada de Colombia que me fue sembrada en mi niñez en Maracaibo, y que luego fue abonada por la historia narrada en los textos escolares o en la página roja del diario "El Panorama", ha sido reemplazada en mi edad adulta por la de la segunda patria que me recibe con generosidad.
La Bogotá que se extiende del cerro de La Calera hacia la Sabana y del barrio Ciudad Bolívar hasta Chía, es también hoy nuestro hogar. Una ciudad de montaña, donde el sol y la lluvia danzan una milenaria coreografía, con la lluvia liderando el ritmo las más de las veces. Una ciudad de altos contrastes, como toda ciudad latino americana. Pero una ciudad de esperanza y trabajo, donde aun los que anidamos en ella como aves migratorias, nos podemos sentir bienvenidos, no solo porque nos permite extender nuestras alas, sino mucho mas importante por el calor que nos brinda su gente.
Apenas comienzo explorar fuera de los confines de ese aislamiento protector en que los inmigrantes incompetentes, como somos los venezolanos, o en todo caso yo, se embullen. Quiero darme el permiso de tratar de pertenecer, porque los que me quieren me invitan a hacerlo. Empiezo a aprender a querer esta ciudad y a esta gente, como antes pude a otras ciudades más lejanas, menos acogedoras.
El pájaro de acero, como se decía en las películas B de los años 50, finalmente aterrizó en Maiquetía. De vuelta al calor del Caribe. De vuelta a casa, a empaparnos de la pesadilla bolivariana una vez más, pero aun así el hogar siempre añorado. En unos días emprenderé el camino de vuelta, al lugar que hoy puedo también llamar hogar y que se me antoja algún día también me partirá el corazón dejarlo. Eso sólo significara que la ciudad finalmente me hizo suyo.
En unos días retomo otra vez el trashumar, el siempre penúltimo viaje, pero ahora trasteando entre hogares.