Después de abordar el quinto avión en sólo tres días, uno puede ser perdonado por pensar que la vida es nada más que una sucesión de vuelos, y que lo que pasa en la tierra abajo es de poca o ninguna importancia. Entre aterrizajes y despegues, asientos incómodos, bebidas gaseosas, comida de avión y sueños intermitentes, el tiempo transcurre en lo que pareciera ser otra dimensión, brumosa y aislada del mundanal ruido.
Si a eso le agregamos esos inventos de la vida moderna, el IPOD y la LAPTOP, con los cuales uno intenta mitigar el eterno aburrimiento de ir de un lugar a otro, bien sea en la búsqueda de entretenimiento, o como continuación de aquello que pasa por trabajo para el hombre moderno, uno comienza a ver el mundo tan plano y estéril cómo las pantallas de esos artilugios.
En ese mundo electrónico bidimensional que hoy nos rodea, hasta las páginas crujientes de los libros han empezado a ser sustituidas por nuevos artefactos que reclaman para sí la capacidad de guardar en memoria más páginas que toda la Enciclopedia Británica – suerte de Wikipedia de papel para aquellos de mis lectores que hayan olvidado o nunca hayan oído de ese monumento a la hoy fallecida hegemonía intelectual de la Isla de Albión.
Es solo cuando uno llega a un aeropuerto, y enciende ese otro artefacto de esclavitud moderna, el teléfono celular, que una suerte de realidad retorna a nuestras vidas. La marejada de datos que hoy tomamos como información, represada durante nuestra ausencia aérea, inunda rápidamente estos artilugios casi milagrosos, despertándonos rápidamente a la vida que transcurría mientras volábamos.
Con toda rapidez nos reencontramos con la última ocurrencia en algún recóndito lugar del planeta. Nos enfrentamos con los problemas que antes podían esperar días a ser tratados, hoy transformados en emergencias por virtud de su inmediatez; y alguna que otra vez somos sorprendidos por un mensaje de esa persona que nunca puede ser sustituida por 0's y 1's.
Uno aprende rápidamente, mientras espera la próxima conexión, a vaciar la bandeja de entrada y a llenar la salida, en una aproximación cibernética a lo que antes se conocía como trabajo y que un amigo alguna vez llamó: "ingeniería postal".
Hete aquí entonces que hemos sustituido las muy pensadas y artesanales cartas de antaño, por la rapidez del correo electrónico. La enrevesada llamada telefónica transoceánica, por la inmediatez de la videoconferencia o el "chat". Pero ayer como hoy, las ausencias se cuentan en interminables horas, que no hay tecnología que acorte. No hay sustituto para la calidez del abrazo o el aliento que despide la sonrisa que con nostalgia llevamos en la memoria.
Pero no se me malentienda, no expreso los mandamientos de un nuevo Ludismo, todo lo contrario. Para alguien que pasa fuera de su casa tanto tiempo de su vida, el tener esta tecnología es una tabla de salvación, casi la única manera de intentar mantener contacto con los afectos. Los eventos de los últimos años nos ha llevado a ser trashumantes aéreos y por necesidad artilugio-dependientes; si estos no existieran, habría que inventarlos.
Escribo esto a 35.000 pies de altura en el teclado de mi HP, oyendo en mis audífonos a Pedro Castillo cantar "Rio", a la espera ansiosa del aterrizaje y de la próxima oportunidad de conexión con la vida que transcurre mientras volamos. A mi lado, mi vecino de asiento teclea furiosamente en su laptop, en un intento infructuoso de recuperar tiempo perdido. Seguro que él también extraña...
Publicado en ABC DE LA SEMANA