Una casa muerta entre mil casas muertas, mascullando el mensaje desesperado de una época desaparecida”. Casas Muertas, Miguel Otero Silva.
En 1955, Miguel Otero Silva (MOS) publica su novel Casas Muertas, donde da cuenta de un pueblo en los llanos venezolanos llamado Ortiz y de su devenir a consecuencia de las enfermedades y de las migraciones de sus habitantes a las ciudades y las zonas petroleras.
Carmen Rosa Villena -protagonista de esta historia- dejó el pueblo de Ortiz, presa de temor y cargada de esperanzas, para iniciar una nueva vida en la moderna Venezuela. Modernidad que nace, crece y se desarrolla gracias a la presencia del petróleo, narrada y descrita en detalle en la novela Oficina Nº1, del mismo Otero Silva.
Seis décadas más tardes y sin un MOS que le sirva de cronista, la Venezuela que se desarrolló por y a pesar del petróleo, se transforma en Casas Muertas a lo largo y ancho del país, donde ya la gente no huye del campo a las ciudades o los campos petroleros, sino fuera del país, en cantidades sin precedentes en Latinoamérica (más de 4 millones según cifras de la OEA).
En 1998, Venezuela produjo 3,4 millones de barriles de petróleo por día (MMBOPD), un máximo histórico desde los días previos a la nacionalización de la industria petrolera en 1975. En junio 2019, Venezuela produjo 745 MBOPD de acuerdo con fuentes secundarias (OPEC Monthly Oil Market Report – julio 2019). Las refinerías del país, otrora centros industriales de clase mundial, procesan hoy menos del 20% de su capacidad nominal; la poca gasolina que hoy se consume es importada a un alto costo. En el oriente del país, cada 24 horas se queman o ventean más 1.8 billones de pies cúbicos de gas, no sólo un gigantesco crimen económico sino también ecológico. La empresa estatal, PDVSA, alguna vez admirada en el mundo petrolero, no es mucho más que una caricatura de su gloria pretérita, sus trabajadores uniéndose al éxodo de sus compatriotas.
Este inusitado colapso en la producción, en toda la actividad, en el espacio de 20 años, es único dentro de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y le da a Venezuela la dudosa distinción de ser la nación productora de petróleo de peor desempeño, en un momento en que los productores de petróleo compiten por cuota de mercado y los precios del petróleo luchan contra la volatilidad.
Que la industria petrolera venezolana, alguna vez la joya de la corona, se encuentre en esta situación es, para la mayoría de los venezolanos, una sorpresa inesperada y amarga, y para los extraños un acertijo difícil de descifrar.
Esta situación se hace aún más desconcertante cuando uno recuerda que Venezuela tiene los mayores recursos de petróleo extra-pesado del mundo, las mayores reservas convencionales probadas de petróleo en América Latina y un potencial de gas natural muy significativo, tanto en tierra como en costa afuera.
Muchos analistas han intentado explicar este enigma y, de hecho, han encontrado explicaciones plausibles que van desde una intervención estatal excesiva y la corrupción resultante, hasta la falta de capacidad técnica y, en los últimos tiempos, la falta de inversión debido a la caída de los precios del petróleo desde 2014.
En la década de 1990, PDVSA, con el reacio apoyo del Estado, implementó una estrategia para atraer a las empresas extranjeras para que invirtieran en toda la cadena de valor. Las crecientes oportunidades de mercado en Asia y América Latina, así como el tamaño de la base de recursos venezolana presentaron una oportunidad única para utilizar a la industria petrolera como motor de crecimiento para el resto de la economía. Dos principios fundamentales guiaban la estrategia: El país tenía más recursos a desarrollar que capacidades para lograrlo, y la necesidad de introducir tecnología y competencia a una industria que comenzaba a mostrar síntomas de ineficiencia producto del monopolio que ejercía.
Con la llegada de Hugo Chávez al poder, en 1999, la industria petrolera venezolana entró en una etapa donde se mezclaron todos los peores rasgos de la relación de la sociedad venezolana con el petróleo. El Gobierno, envalentonado por los altos precios del petróleo (2004-2014), repitió sin pudor todos los errores de las administraciones que lo precedieron: Controles de cambio, sobrevaluación de la moneda, destrucción del aparato productivo y adquisición de una deuda externa impagable.
Además de eso, renegoció la mayoría de los contratos existentes con las compañías petroleras extranjeras, expropiando a quienes no dieron su consentimiento a los cambios; los contratistas petroleros, considerados adversarios políticos, también fueron nacionalizados. PDVSA se convirtió en un brazo político del Gobierno, convirtiéndose en una palanca para su estrategia geopolítica en la región y una fuente de fondos extrapresupuestarios para sus programas sociales; la industria petrolera se convirtió en moneda de canje para obtener favores políticos, bajo un discurso de falso nacionalismo.
Mientras tanto, durante ese mismo período de altos precios del petróleo, no hubo nuevos proyectos petroleros. Los viejos campos de producción languidecían por falta de inversión y conocimientos técnicos, y al contrario de lo que otros países productores de petróleo hicieron durante los años de bonanza, Venezuela no invirtió lo suficiente en su industria petrolera. El país, bien por negligencia o porque los altos precios del petróleo maquillaban la crisis que se gestaba, asistía silente.
A medida que los precios del petróleo comenzaron a desmoronarse en noviembre de 2014, el sector petrolero y PDVSA, en particular, se desquiciaron. Hubo accidentes catastróficos en refinerías y plataformas de perforación; derrames; pérdida de capacidad de refinación y, por lo tanto, necesidad de importar para suministrar gasolina al mercado interno; y lo más revelador, la rápida disminución de la capacidad de producción y la aparente incapacidad o voluntad de recuperarla.
Hoy Venezuela, en medio de la hiperinflación y una profunda crisis política, continúa cayendo en barrena, y con ella su sector petrolero. El aparente paraíso socialista ha resultado ser sólo una Aldea Potemkin, con pórticos pintados con renta de petróleo, pero sin sustancia detrás de ellos.
Uno pensaría que, después de la experiencia de los últimos años, los venezolanos deberíamos haber aprendido la lección de que tener abundantes recursos en el subsuelo no garantiza que la sociedad se desarrolle de una manera harmónica; y que tener a un Estado que controla la renta petrolera no ha traído más que sinsabores y una aberrante relación Estado – sociedad.
La idea de que el control estatal de las mal llamadas industrias estratégicas, el petróleo incluido, es la mejor vía al desarrollo, sin embargo, perdura en el ADN de la política venezolana, aún en las nuevas generaciones que consideran este particular “maná” como un derecho de cuna.
El calentamiento global, la cambiante matriz energética mundial, el desarrollo del “shaleoil”, la nueva OPEP (con Rusia en precaria alianza con Arabia Saudita), la emergencia de energías alternativas competitivas, entre otros, son factores que a principios del siglo XXI lejos estábamos de imaginarnos. Atrás quedaron los días en que el petróleo venezolano era el objeto de deseo de la industria petrolera mundial. Ahora, con una industria en ruinas, cercada y debilitada por legislación rígida e inadecuada, debemos escalar una empinada cuesta en poco tiempo.
Si queremos volver a ser actores de relevancia, ya que el petróleo aun nos da una ventana de oportunidad, debemos liberarnos de ideas que han demostrado ser fallidas: Monopolio estatal, legislaciones inflexibles, control centralizado de la renta, el perjudicial divorcio entre petróleo y sociedad, entre otras.
Los recursos humanos, financieros y tecnológicos necesarios para esa reconstrucción sólo emergerán si somos capaces de estructurar las condiciones legales, sociales y fiscales que nos hagan competitivos con relación al resto del mundo petrolero.
Por otro lado, mientras el país discute en cómo salir del atolladero en el que se encuentra, y hace contabilidad del número de barriles que necesitaremos para tan titánico esfuerzo, nuestros competidores y aliados siguen su marcha hacia un futuro del que parecemos tomar poca cuenta.
Por eso y más, el petróleo ya no será suficiente para desarrollar una economía que compita en siglo XXI. El petróleo, como el carbón, seguirá perdiendo relevancia. ¿A qué velocidad? No sabemos. La vieja conseja de sembrar el petróleo no nos ha servido mucho, pero al menos como catalizador del desarrollo debemos usarlo.
La mejor manera de conseguir la redención de este infierno que es hoy Venezuela es liberarnos de los fantasmas que continúan atándonos al pasado. Nuestros mitos están hechos de héroes a caballo que, inmortalizados en bronce en medio de plazas, son incapaces de adaptarse al huracán de cambio que enfrentamos. Es nuestro deber crear nuevas narrativas, que nos lleven a acceder a la modernidad, sin tener que dejar atrás más “Casas Muertas”.