“La historia no es más que un conjunto de mentiras acordadas”. Napoleón Bonaparte
No hay reunión de venezolanos interesados en el futuro de su país, donde no se mencione que hay que desarrollar una nueva narrativa: una manera diferente de comunicar y vender las nuevas o no tan nuevas ideas con las que se pretende construir un mejor futuro o al menos sustituir un presente que se nos antoja odioso.
Nuestras memorias determinan nuestras narrativas . Nos enfrentan a diario con la imagen que construimos de nosotros mismos, bien porque refuerzan nuestra autoestima, o bien porque nos recuerdan el origen de lo que percibimos como nuestras debilidades.
Sin embargo, no hay recoveco en nuestra memoria que no haya sido modificado por el mero hecho de recordar. Buenos y malos recuerdos están continuamente en metamorfosis. Los unos cuando nos da por revivir momentos que nuestra memoria clasifica como felices, y los otros porque lo que nos ha dado tristeza siempre acecha, en particular en la penumbra.
Las naciones, me atrevería a decir, sufren un poco de ese mismo síndrome: sus memorias y su historia, que no necesariamente son lo mismo, sufren una transformación continua. A diferencias de nuestras memorias personales, las naciones tienen su historia escrita, que trata de hacer de esas memorias verdades inamovibles, dogmas cuasi religiosos, que se erigen en los relatos que nos identifican como grupo.
Sin embargo, de cuando en cuando, bien porque nuevas generaciones de historiadores revisan la historia a la luz de nueva evidencia o su particular visión, o bien porque un nuevo estamento político decide revisar el pasado para ajustarlo a su proyecto, la historia como es contada es modificada.
George Orwell, en su novela 1984, apuntaba: "Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”. En el libro de Orwell, el protagonista, Winston Smith, está cargo de modificar los archivos históricos para armonizarlos con la cambiante realidad política, borrando la existencia de personajes que, aunque alguna vez fueron parte de la historia oficial, al estado se le antojan como incómodos; Orwell imaginó esto sesenta años antes de que existieran las herramientas digitales que hoy día permiten desaparecer a la nada, o crear de la nada, narrativas enteras.
Por otro lado, hay ideas (información) que pasan de generación en generación, sirviendo de pegamento a comportamientos que denominamos cultura. Richard Dawkings, en su libro El Gen Egoísta (1976) acuño el término meme (por su semejanza fonética con gene) para referirse a una unidad de información cultural que se transmite de un individuo a otro y de una generación a la siguiente. Dawkings propone que los memes pueden agruparse constituyendo un sistema de memes interrelacionados, como por ejemplo una mitología; y como los genes ellos tienden a replicarse, y también a mutar.
Cuando la historia como disciplina no soñaba en ser inventada, las narraciones orales, los cuentacuentos, las mitologías, hacían sus veces. Ya decía Bernard Le Bovier de Fontenelle, en su “Origen de las Fábulas” (1724):
“¿Por qué nos habrían legado una masa de falsedades? ¿Qué pudo haber sido este amor de los hombres por la falsedad manifiesta y ridícula, y por qué no duró más? Porque las fábulas griegas no eran como nuestras novelas, que son cuentos y no historias; no hay historias antiguas aparte de estas fábulas.”
Todo esto no pasaría de curiosidad académica, sino fuese porque la historia, o en su defecto esas mitologías, en el sentido más amplio de la palabra, modelan el comportamiento de las sociedades o son usadas por grupos dentro de ella para justificar decisiones políticas e ideologías.
La visión que Venezuela tiene de si misma no solo no escapa a estos síndromes sino que es un producto inacabado del pugilato entre las mitologías militaristas, sobre todo las construidas durante más de 200 años sobre la narrativa de Simón Bolívar y la gesta de la independencia, y la mitología de una modernidad no del todo legítima por haber sido construida por la renta petrolera.
Pero hete aquí que nos encontramos en el umbral de la tercera década del siglo XXI, con un país en ruinas económica e institucionalmente, con una población en pobreza cuyas opciones son morir de mengua o emigrar con un destino incierto. La mayoría de los grupos que aspiran o detentan el poder debaten entre si con herramientas discursivas basadas en unos memes que, a punta de mucho mutar, hoy no son más que aberraciones de la ideas o hechos que los originaron.
Siendo Venezuela lo que es, el petróleo es mayoritariamente el tema sobre el cual se predica la necesidad de una nueva narrativa. Por un lado se reconoce explícitamente que la industria y su institucionalidad debe ser transformada radicalmente, pero por el otro lado, entendemos que nuestra carga de memes alrededor de ella hace el intento de cambiarla casi una tarea de Sísifo.
Los memes de la soberanía y el nacionalismo son un lastre importante. Rómulo Betancourt veía, no sin razón, que el capital extranjero que explotaba el petróleo apuntalaba a la dictadura y se llevaba una tajada más que razonable de la actividad y que había que modificar esa relación de poder. Hoy, 60 años más tarde, otra dictadura, esta vez disfrazada del nacionalismo que predicaba Betancourt, y al que pocos se atreven a cuestionar, usa el petróleo para también doblegar a la sociedad.
Pero a pesar de su evidente fracaso, el meme del control monopólico por el estado de la actividad petrolera sigue vivo. Sobrevive en los que lo usufructúan o esperan usufructuar el poder político. Sobrevive en las universidades, en los petroleros, en la industria privada, en fin, sobrevive en una sociedad acostumbrada a vivir a la sombra de la renta.
Así las cosas, cambiar la narrativa pasa por cambiar como contamos la historia o que al menos la contemos con todo y sus lunares. Cambiar la narrativa es quitarle el valor mitológico a lo que ha pasado. Debemos diseñar un nuevo abecedario, adaptado a una realidad social y económica que no reconocerían ni Betancourt, ni Pérez Alfonzo, ni ninguno de esos prohombres del pasado que tanto citamos pero que poco entendemos.
¿Pero están los jóvenes de hoy interesados en el petróleo y su narrativa? En un mundo donde la palabra meme representa una viralidad instantánea y perecedera, quizás esto de la nueva narrativa no es más que una ansiedad de otra generación. En un mundo donde los combustibles fósiles son casi impresentables en sociedad quizás estamos teniendo como sociedad un debate anacrónico.
Los retos que tenemos como país no hay duda de que pasan por el nudo gordiano de cómo mejor desarrollar nuestros recursos naturales, pero eso no es más que el puente hacia una nueva realidad. Quizás, perdemos la oportunidad, dada por la destrucción del país, de discutir como construir una sociedad del conocimiento, capaz de competir en el mundo interconectado de hoy, empeñados como estamos en zanjar una diatriba acerca del petróleo que ya no tiene relevancia y cuyas soluciones ya se han encontrado en otras latitudes.
La nueva narrativa empieza por tener nuevos narradores con nuevas historias. Se buscan voluntarios