"Muy simple fue mi explicación, y lo suficientemente plausible, ¡como lo son la mayoría de las teorías equivocadas!". H.G. Wells, La Máquina del Tiempo
En las dos últimas décadas, el tema del cambio climático ha migrado de las páginas científicas a las primeras planas de los medios noticiosos, haciendo inevitable que el tema se convierta en obligatorio al hablar del futuro de este planeta y por supuesto componente obligado de la agenda política de la mayor parte de los países – o al menos de sus discursos.
La Agencia Internacional de la Energía (IEA por sus siglas en inglés) recién acaba de publicar su reporte titulado “Net Zero by 2050 - A Roadmap for the Global Energy Sector” (Neto Cero para 2050: una hoja de ruta para el sector energético mundial)*, donde esboza su propuesta de lo que deberían ser las acciones para lograr que para el año 2050 el mundo haya logrado eliminar/compensar las emisiones de CO2
Desde el Protocolo de Tokio en 1992, pasando por el alarmista documental liderado por el ex vicepresidente de los EE.UU., Al Gore, “Una Verdad Inconveniente” (2006), la emergencia de la activista sueca, Gretta Thunberg en 2018 como figura del movimiento ambientalista, el premio Nobel de la Paz que compartieron Al Gore y El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) en el 2008, y las periódicas reuniones entre países auspiciadas por las Naciones Unidas, conocidas como COP’s (Conference of the Parties), la comunidad internacional pareciera haber unido filas para enfrentar los efectos del cambio climático.
Una gran mayoría de los habitantes de este planeta está en conocimiento, o al menos ha oído, del Calentamiento Global o de lo que eufemísticamente ahora se denomina en los medios como Cambio Climático, así como de las predicciones catastróficas que se asocian a él de no cambiar el rumbo.
En esta narrativa del cambio climático, los llamados a jugar el papel de culpables, entre otros, son los combustibles fósiles. De manera simplificada el argumento es:
El planeta recibe del sol energía que hace de este planeta el ecosistema del cual formamos parte. Parte de esa energía calórica es reflejada al espacio, mientras que otra es absorbida por la atmosfera y la superficie, manteniendo un equilibrio que se refleja en la temperatura de nuestro medio ambiente, dependiendo de la estación y de la latitud, entre otros factores. Ese balance energético es gobernado, entre otras cosas por la concentración en la atmosfera de los llamados gases invernadero (vapor de agua, CO2, metano y ozono), que modulan la cantidad de energía calórica que se refleja al espacio, que en última instancia se refleja en un aumento de la temperatura del planeta por el aumento en el uso de los combustibles fósiles desde la Revolución Industrial a nuestros días.
Este argumento está sustentado en mediciones, pero también en modelos matemáticos que buscan predecir a largo plazo los efectos en el clima de estos factores. Sin querer argumentar en contra de la ciencia, hay que recordar que un modelo de simulación del clima contiene, típicamente, más de 18.000 páginas de código, por lo que la opinión de nosotros los legos quizás esté más asociada a dogmas variopintos o a (in)corrección política, que a una sobrevenida pericia matemática sobre las ecuaciones que gobiernan dichos modelos.
Pero a pesar de lo anterior, no es posible ignorar el hecho de que la voluntad política de la sociedad ha tomado este paradigma científico como base de su discurso y acciones.
El reporte de la IEA que aquí nos ocupa toma como premisa las conclusiones de estos modelos climáticos, que son en términos generales la base de los acuerdos que se han venido desarrollando en el marco de las COP’s: limitar el incremento de la temperatura promedio global a menos 1,5 - 2,0 grados centígrados para el año 2050, reduciendo las emisiones de CO2 a “Cero Neto”, so pena de sufrir una catástrofe climática.
Para todos los países, pero en particular para los países en desarrollo, es sumamente importante entender las consecuencias que sus compromisos con estas metas globales de reducción de emisiones implican para sus economías y sus poblaciones, así como también la necesidad transformar totalmente el sistema energético que sostiene la sociedad moderna.
El informe de la IEA es extenso y detallado y solo tocaremos sus principales recomendaciones/conclusiones:
· Hacer de la década del 2020, los años de expansión masiva de “Energía Verde”. Eso implica cuadriplicar para el 2030 las inversiones en generación de fuentes renovables. Multiplicar x18 las ventas de carros eléctricos. Mejorar la eficiencia energética en un 4%. Todo esto , dice el reporte, se puede lograr con tecnología existente y con las políticas adecuadas: eliminación de subsidios a los combustibles fósiles, impuestos al carbón, modificación de estándares, ampliación de las redes, incentivos negativos para plantas de carbón y vehículos de motores de combustión interna, entre otras cosas.
· Del 2030 al 2050 se requiere un esfuerzo de innovación gigantesco ya que las tecnologías necesarias no están totalmente desarrolladas o solo existen en prototipo. En particular, los sectores de industria pesada y transporte de larga distancia necesitan de nuevas tecnologías para reducir sus emisiones de manera significativa. Hoy día solo tenemos 50% de las tecnologías requeridas. Esto implica la necesidad de ingentes inversiones en Investigación y Desarrollo (I&D).
· La IEA hace hincapié en que esta transición solo es posible si toma en cuenta a las poblaciones. Estiman que el 55% de las reducciones acumuladas en emisiones en el período (2020-2050) de su escenario, tienen que ver con decisiones del consumidor, en los países desarrollados principalmente. Por otro lado, subraya la necesidad de llevar energía a los más de 785 millones de seres humanos que no tienen hoy acceso, y soluciones limpias a los 2600 millones que hoy no tienen esa opción para cocinar sus alimentos. Tampoco hay que olvidar que, si la industria de energía fósiles está destinada, en este escenario, a languidecer, esto no solo causará una pérdida fiscal a los países productores sino también una pérdida importante de empleos que se debe compensar para mitigar el impacto social.
· El reporte recomienda establecer hitos para poder cumplir con la ruta que esbozan. Resumimos las más llamativas para el corto plazo: Eliminar la venta de calderas que usen combustibles fósiles; no aprobar nuevas plantas a carbón que no tengan tecnología de abatimiento (colecta y disposición de CO2); no aprobar ninguna inversión en campos nuevos de petróleo y gas, no aprobar nuevas minas de carbón o extensión de minas existentes; reducir la venta de vehículos de motor de combustión interna.
La IEA estima que, para satisfacer la creciente demanda de energía, mientras se cumple con la meta de reducción de emisiones en el escenario de 1,5 grados centígrados, requerirá de nuevas inversiones que aumentaran a 5 billones (un cinco con 12 ceros) de dólares anuales para el 2030 y de ahí en adelante al 2050, con el correspondiente impacto positivo en la economía mundial.
La IEA reconoce que esta transformación del sistema energético tendrá impactos asimétricos en las diferentes naciones: una cosa son los países miembros de la IEA, en general países desarrollados, y otra cosa son las economías emergentes que hoy no tienen las capacidades financieras y/o tecnológicas para enfrentar la transformación propuesta. Como apoyarían los primeros a los segundos, es algo que todavía está por definirse en este escenario y sin duda uno de los grandes obstáculos.
El reporte de la IEA también advierte que migrar de un sistema centrado en combustibles fósiles, a uno basado en renovables, creará nuevas dependencias y requerirá cadenas de suministro que hoy no existen, y que estas engendrarán nuevos riesgos de acceso a energía confiable, sostenible y económica, que al mismo tiempo requerirá de niveles de cooperación internacional sin precedentes.
En resumen, el reporte de la IEA hace patente la complejidad de enfrentar el tema de la transición energética dentro del marco del paradigma de cambio climático que hoy predomina. Sobre todo, porque, aunque treinta años es un período relativamente largo, las soluciones tecnológicas están aún por definir.
Los impactos económicos, políticos y sobre todo sociales de la ruta que se nos propone, no pueden ser desestimados. Y para países como Venezuela, dependientes como hemos sido y somos del petróleo y gas para su desarrollo, plantea difíciles preguntas que no podemos soslayar.
Hay quienes piensan, aún aceptando la existencia del cambio climático, que el miedo al anunciado apocalipsis no es el mejor ambiente en el cual tomar decisiones. Argumentan que tratar de alcanzar las metas de reducción de emisiones impone una carga financiera y social demasiado grande en un planeta que enfrenta otras situaciones apremiantes (pobreza, pandemias, etc.) que también compiten por recursos. En general, los que así piensan son tildados al menos de “negacionistas” o sino de irresponsables, eliminando toda oportunidad de un dialogo constructivo y la búsqueda de una síntesis diferente.
La demonización de los combustibles fósiles, columna vertebral del sistema energético actual, no puede desalentarnos a la búsqueda de soluciones diferentes a las que ejemplifica el reporte de la IEA o a las que los organismos multilaterales quisieran imponer en respuesta a las presiones mediáticas.
Soluciones únicas a problemas complejos, y no del todo entendidos, esteriliza la innovación y la capacidad de adaptación que nos ha hecho evolucionar como especie a lo largo de siglos de crisis.
La ruta esbozada en reporte de la IEA no es el Santo Grial para enfrentar el cambio climático, pero sí hace visible las complejidades que nuestra especie enfrenta en su milenaria búsqueda de bienestar y de balance con la naturaleza. No es un problema pequeño.