A Laureano Marquez
Laureano: Hace ya algún tiempo, mi amigo Gustavo Nuñez y yo no sentamos a conversar sobre la necesidad de sembrar en los venezolanos la esperanza de futuros más allá de la desesperanza aprendida. De esas conversaciones salió la idea de hacer un "piloto" de un programa de radio con esa idea en mente.
Algo muy similar al escrito que aquí anexo fue la semilla de un programa que finalmente produjimos de manera artesanal, pero que no fuimos capaces de mercadear con éxito.
La alharaca creada por tu columna de "Venezuela sin Esteban" es para mi evidencia de que Venezuela quiere creer en las posibilidades del futuro. Vaya entonces esto como homenaje a tú valor y dignidad, y con el permiso de Gustavo.
Han pasado algunos años desde que Coromoto Rincón estuvo en su última marcha a comienzos de la década. Aunque aún conserva una descolorida gorra tricolor como recuerdo de esa época trastocada de su temprana juventud. Coromoto, más por desidia que por nostalgia, como la gran mayoría de los venezolanos, había escogido almacenar en el desván de su memoria esos días de pitos y banderas, de Marta y de Villeguitas, de Liliana y de Iris, de Henry y de Calixto, de muertes inútiles y de héroes perecederos.
Coromoto aún puede oír en su cabeza el ritmo tribal de las cacerolas – clan, clan, clan, clan – y el ensordecedor sonido de los altavoces que conminaban, la mayoría de las veces, a una esquiva batalla, que siempre le recordaba una película de romanos, aunque ya había olvidado cual.
Todas estas imágenes y sonidos, que normalmente se agazapaban en su inconsciente, afloraban de cuando en cuando; sobre todo cuando la envolvía ese estado de sopor, ni dormida ni despierta, que experimentaba a menudo en el viaje en Metro entre Parque Carabobo y El Silencio, después de un largo día de trabajo. La mayoría de las veces, Raquel, su gran amiga desde el Liceo, era su compañera de este cotidiano viaje subterráneo y su incesante cháchara la distraía. Hoy Raquel no la acompañaba, tenía un nuevo empate y esto siempre ocasionaba que Raquel subiera a una nube más alta de la que normalmente ocupaba y le diera por perderse por días – Ah! Raquel, siempre soñando…
La soledad tumultuaria que acompañaba hoy a Coromoto, en el apretujado vagón de la Línea 2 del Metro, la hizo divagar: “¿Dónde estaría Hugo, sus cubanos, sus aplaudidores de oficio, sus enemigos y todos los demás actores de ese sainete en que se había convertido la política venezolana de principio del siglo XXI? Parecía un sueño, o mejor una mala pesadilla, que hace tan solo unos años esos personajes, hoy convertidos en cómicos recuerdos en la conciencia de los venezolanos, hubiesen dictado nuestras mas pequeñas acciones y pensamientos.”
Coromoto no entendía mucho del tema, pero le había oído a uno de su profesores una vez hablar sobre esa época: “…cuando finalmente entendieron que reclamábamos un futuro, cualquier futuro, desaparecieron en las páginas de la historia, no sin antes llevarse por delante lo que quedaba de la vieja política, esa que llamaban de la cuarta, y destruyeran lo poco que de convivencia social había sobrevivido de la Venezuela del siglo XX.
El destructor del pasado logró su objetivo, sin percatarse que su destino era el mismo que el de ese pasado. De otra manera no podía ser. ¿Después de todo qué había sido él sino la sombra de todo eso que criticaba? La síntesis de todo lo inútil y estéril de la Venezuela de héroes a caballo. Muerto y enterrado ese pasado, el sepulturero trastabilló y cayó en la misma fosa.”
Pero para Coromoto eso no eran más que palabras que recordaba pero que no entendía del todo. Lo relevante era que esa noche tenía una cita con Elio. Quizás hoy, después de tantos meses, Elio tendría el coraje de proponerle enseriar la relación, ya era tiempo.
Coromoto había conocido a Elio unos años después de de la muerte de Efraín, su compañero desde la adolescencia y el padre de la niña de sus ojos, La Beba. Efraín había sido una de las últimas víctimas de los “malandros” que habían convertido El Silencio en su coto particular, antes que el Alcalde Medina le declarará la guerra frontal al hampa. Muerto en el tiroteo cruzado de bandas que disputaban territorio.
Elio era un colirio para los ojos de Coromoto: moreno, bien parecido; recién se había graduado como técnico en informática en el Instituto Carlos Barberii, uno de los nuevos institutos privados promocionados por el Ministerio de Desarrollo Educativo. Ya su jefe, supervisor de informática en una de las nuevas compañías petroleras nacionales, le había prometido un ascenso. Los fines de semana Elio tocaba guitarra eléctrica con un conjunto de Salsa en el Gallo Saltarín.
Hace uno meses Raquel había convencido a Coromoto de que necesitaba despertar de la tristeza de su luto, y que debía, por su bien y el de la Beba, construirse un nuevo futuro. Las dos fueron al Gallo Saltarín a echar un pie, y ahí los ojos de Coromoto se entrelazaron con las miradas que Elio ensimismado le disparaba desde donde tocaba la guitarra al son de la Salsa Brava.
Elio y Coromoto compartían la memoria de los tiempos de cólera de principios de siglo, y aunque ni hablaban ni pretendían entender de política, se comunicaban a través de esa historia compartida, que como amalgama emocional, había empezado a unir a lo que ya se empezaba a llamar la generación de los sueños posibles.
Elio, como Coromoto, también había marchado durante esos días de odio filial, pero en el otro bando, aunque esto nunca se lo había dicho a Coromoto. Después de todo eso estaba en el pasado. Pasado que ninguno de los dos quería revivir.
En el transcurso de unos pocos meses después del primer encuentro, Elio había pasado de amigo a compañero y luego de manera casi inevitable a amante. La Beba, que al principio lo miraba con ojos desconfiados, había empezado no solo a aceptar sino a desear la presencia del hombre que hacía sonreír a su mamá.
Bajo la presión sutil de Coromoto y el acoso no tan sutil de la mamá de ella, Elio había empezado a sentir una ansiedad que no había experimentado antes. Sin embargo, se sentía optimista y esperanzado con la posibilidad de construir un futuro en común con Coromoto y su Beba. Optimismo esteque no hubiese sido posible hace unos años, cuando el duelo político entre los dos bandos, y a espalda de lo que la gente en realidad deseaba, había casi aniquilado las posibilidades de soñar.
El tren empezó a desacelerar, Coromoto dejó de remembrar, la estación de El Silencio era su estación. Coromoto vivía, junto con su mamá y la Beba, en uno de los recién renovados apartamentos en El Silencio. La Fundación Carlos Raúl Villanueva, financiada por El Banco Interamericano de Desarrollo, había comenzado a recuperar el ambiente de humanidad que su creador había visionado y que años de desidia habían dejado en el abandono y la miseria. Aunque la vivienda era modesta, era limpia e iluminada, pero sobretodo era su casa, la primera de su familia.
Coromoto y su madre ambas trabajaban. La una era secretaria en un bufete de abogados de la defensoría pública, y Coromoto, que estaba culminando sus estudios como Técnico en Turismo, empezaba a labrar su propio negocio en una pequeña agencia que organizaba tours en el centro histórico de Caracas y que ella había fundado con algunos de sus compañeros del Instituto, usando un crédito del Fondo de Desarrollo turístico.
En las mañanas, en el camino a sus trabajo, dejaban a Beba en la guardería vecinal, donde no solo la cuidaban con devoción, sino que también aprendía a compartir con los otros chamos que también eran hijos de amores de principios de siglo. Porque si algo hay que sobrevive, aun a la política, es el amor de dos cuyas estrellas se han entrelazado
Elio había prometido venir a buscarla temprano y tomarse un café en el Café de Julián. Ese lugar les gustaba, podían no solo tener privacidad, sino también usar una de las computadoras que conformaban lo que Elio llamaba El Ciber del Silencio, o curiosear las nuevas revistas u oír la música de moda.
Elio, como siempre, estaba retrasado. y durante ese tiempo Coromoto cavilaba acerca de si Elio era todo lo que aparentaba ser. Mientras esperaba, sentada en una de las mesas cerca de las amplias ventanas, no pudo evitar observar como El Silencio se desnudaba de su traje de diario y empezaba a desplegar su atuendo vespertino: los cafés en las aceras se empezaban a llenar de parejas en actitud de cuchicheo, las librerías de trasnocho encendían su vidriera con los últimos títulos de Monte Ávila, los artistas parecían haber decidido que el Silencio era el lugar para ver y ser vistos.
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