Diciembre está de nuevo con nosotros, y con él regresa esa extraña mezcla de nostalgia por las navidades de nuestra infancia, si las recordamos felices, y de arrepentimiento por todas las cosas que planeamos para hacer durante el año que termina, y que nunca alcanzamos llevar a cabo.
Hoy me siento a escribir estas líneas, que ya se me han convertido en una suerte de tradición personal anual, en la esperanza de que alguien, ojalá que muchos de los que me han alcanzado a leer alguna vez, amigos o no, reciban esto como la prueba de que el vínculo que alguna vez tuvimos, aun sin conocernos, sigue siendo parte del tejido del universo.
En años pasados me dejé llevar por la nostalgia, esa no muy confiable narradora que viste al pasado con su mejor ropa dominguera y lo hace lucir siempre brillante, engañosamente mejor de lo que fue, solo para dejarnos melancólicos con nuestro presente, Este año voy a romper ese molde.
No hablaré del pasado, ni de la inocencia pérdida, ni de la segura tristeza que a muchos agobia por encontrarse lejos de la tierra que los vio nacer, o que aún estando en ella la ven marchitarse lenta pero seguramente bajo la bota del opresor.
Me rehuso, no solo por el bienestar de mi alma, sino también por el de los míos, a seguir rumiando viejas heridas. Estaría siendo ingrato con el destino que me ha traído hasta aquí por un camino, que aunque sinuoso y por demás azaroso, ha tenido más días que noches.
Uno de los símbolos de la navidad es la estrella de Belén, que en el evangelio de San Mateo revela a los Reyes Magos el nacimiento de Jesús y luego los guía a Belén. Si fue o no un objeto real, esa estrella nos significa la esperanza que se renueva cada navidad, seamos o no creyentes. Es en ese espíritu que he escrito, y les comparto, como un símbolo de renovada esperanza, esta pequeña historia. ¡FELIZ NAVIDAD!
Una vez más el cansado astrónomo tomó su lugar en el observatorio.
Música de Elgar en el viejo gramófono, siempre la misma pieza, NIMROD, el rey
mesopotámico de quien se dice construyó la Torre de Babel. El astrónomo lo
consideraba apropiado como telón de fondo de su nocturnal búsqueda de
estrellas.
Siempre el mismo ritual, aún en los días en que la atmósfera hacía de la observación
un ejercicio en futilidad. Pero cuál era el propósito de quedarse en casa, se
decía a sí mismo, la mera posibilidad de descubrir una nueva estrella, aun durante
esos días de grueso cortinaje, era mejor que la seguridad de la desnudez del techo de la recamara en esa
vieja universidad a la que el amor por los cuerpos celestiales lo había
confinado, en ese lejano rincón del universo.
Aún recordaba con alegría infantil la primera estrella que había visto,
en el viejo reflector del abuelo, guiado solo por su instinto y algunas notas
que el abuelo había dejado olvidadas en el raído estuche donde guardaba el viejo
telescopio, y que yacía olvidado en el closet de la casa familiar.
Un día, ya hace muchas lunas, curioseando, como es de niños hacer, se
había topado con ese pequeño tesoro. Esa primera estrella fue como su primer
amor, único, brillante, irremplazable y para siempre perdido.
EL telescopio lo encontró detrás
del oxidado teodolito, oculto trás los golpeados binoculares Zeiss, la antigua calculadora mecánica, y un antiguo
revolver plateado de cachas de nácar, que para suerte del curioso niño estaba
descargado y probablemente inservible.
Sobre el escritorio, en el mismo estudio, los cientos de periódicos que
el abuelo guardaba con meticulosidad de bibliotecario. En cada uno de ellos el
crucigrama debidamente terminado y el damero siempre concluso. Aunque fuese con
la ayuda del Larousse; el abuelo siempre se tomó en serio su deber diario de completarlos.
Esa primera estrella lo había hecho enamorarse del firmamento y de los
telescopios. No había sensación más enriquecedora para el niño que
transportarse, aunque solo fuese a través de la lente, a ese mundo distante
donde residen las luces eternas de la creación.
Cuando su padre murió, sin llegar a verlo hombre, su madre le había dicho que había ido a
brillar con las otras estrellas y que desde ahí lo cuidaba. Fue un pobre
consuelo en ese momento y pronto entendió que también era una mentira piadosa,
pero por mucho tiempo hizo que cada vez que pudiera, con el telescopio del
abuelo, buscara a su padre entre las estrellas.
Pero los niños se hacen hombres, aunque los hombres nunca dejan de ser
niños. Y la búsqueda del padre muerto en el firmamento, dio paso a una pasión
por las estrellas que había guiado su vida hasta entonces. Muchas estrellas
había visto en su vida. Grandes, pequeñas, dobles, lejanas, cercanas, pulsares, en nacimiento, super
novas en agonía. Atravesó el universo entero, en búsqueda de esa estrella que
había ansiado toda la vida. La estrella que pondría su nombre en los libros
para toda la eternidad, y después de la cual podría desvanecerse en quién sabe
qué esquina de la galaxia.
Pero se había hecho viejo en esa búsqueda. Había sacrificado su
juventud, sus amores, sus afectos, en lo que ya le empezaba a parecer como un
viaje sin destino. Es cierto que era respetado en su profesión. Es cierto que
sus hijas, ya crecidas, siempre llamaban y se interesaban educadamente de sus
quehaceres, antes de empezar a parlotear de sus propias vidas. Pero no era
infeliz, sus estrellas siempre estaban ahí para acompañarlo, brillantes,
misteriosas, comprensivas, sin reproche.
Esta noche, como muchas otras, en ese remoto rincón del universo, el
astrónomo recorrería con su telescopio el sector del firmamento que ese día le
había tocado escudriñar dentro del diseño de su nocturna disciplina. Una
ventana dentro de la infinitud. Quizá sería otra más de esas noches sin nada
que reportar, ya se había acostumbrado a ellas. Sabía que el fracaso era el
precio que le tocaba pagar por el éxito de la eventual captura de una nueva
estrella.
El Astrónomo observaba con atención, escudriñaba la pantalla que su
nuevo estudiante le había conectado al telescopio. En ella podía ver más
cómodamente el sector que analizaba, sin tener que encorvarse sobre el visor,
como en los viejos tiempos. El astrónomo era de la vieja escuela, pero este artilugio
ciertamente hacía las cosas más fáciles. Hizo
una nota mental para agradecerle al estudiante en la mañana por haber
hecho el esfuerzo. Si solo…
Bien entrada la noche, cuando el líquido marrón que pasa por café en
estos parajes del universo ya no surtía efecto, y los parpados se le empezaban
a cerrar como puertas de viejo monasterio, el astrónomo oyó el familiar sonido
electrónico, entre sonar de submarino y campanilla de heladero de su lejana
infancia, que el sistema emitía ante la detección de un objeto que no estaba en
su base de datos.
Al principio no hubo sobresalto. Las más de las veces esto eran falsas
alamas. Imperfecciones en el tejido
cósmico que el sistema malinterpretaba, o a lo sumo estrellas fugaces
detectadas para nunca más ser vistas. De manera metódica, con la fuerza de la
costumbre y la disciplina de tantos años, el astrónomo procedió a hacer el
despiste.
Conforme avanzaba en su análisis de la información, su corazón empezaba a latir con un ritmo más acelerado,
su respiración se empezó a hacer más rápida, las perlas de sudor empezaron a
poblar su frente, aunque esta esquina del universo el calor era algo
desconocido.
Era una sensación que siempre
había anhelado, el encontrarse con una nueva estrella. Lo más cercano a
enamorarse que conocía, o al menos a lo que creía recordar se siente cómo
enamoramiento.
¿Por qué no la había visto antes? Según sus notas esta estrella no debía
estar ahí. ¿Sería que estaba perdiendo sus cabales? ¿Será que ya estoy muy
viejo para esto? Pensó sin mucha convicción. El médico ya le había advertido de
la inconveniencia de estas largas sesiones. Debe ser esta pantalla, se dijo a
si mismo e hizo una nota mental, sobre la anterior, de mencionárselo al
estudiante en la mañana para que la revisara. De un tirón desconectó el cable de la pantalla y miró directamente a través
del visor.
Allí estaba, clara y brillante, orgullosa como diamante desplegado en el
terciopelo del oscuro infinito del universo. Verificó sus notas una y otra vez.
No debía estar ahí, pero estaba. No había explicación posible. Era la estrella
más hermosa que jamás había visto. Se restregó los ojos. Ahí seguía. Trato de
concentrarse en el método: medición, verificación, documentación. Pero su mente
se desconcentraba ante la estrella que veía. No había nadie a quien llamar, a
esa hora el todo observatorio dormía. La tenía para el solo, aunque fuese solo
por esa noche, mañana sería de todos y la habría perdido.
Había que nombrarla, buscó en el catálogo interestelar por un nombre
apropiado y finalmente lo encontró: MJ1. En la bitácora anotó sus datos, que el
computador ya había calculado:
Tipo: G2 V
Masa: 2,167-1030 kg (1,09 veces la masa solar)
Diámetro: 1.670.000 km (1,2 veces el diámetro del Sol)
Luminosidad: 1,6 veces la del Sol.
Su propia estrella. Empezó a sentir sueño. Miró una última vez a través
del telescopio. Pues claro que estaba ahí. Casi parecía que la estrella le
sonreía, le invitaba. Debo ya estar viendo visiones, pensó el viejo astrónomo.
Escribió algo en su cuaderno y luego se entregó al sueño lentamente.
A la mañana siguiente, o lo que pasa por mañana en este lugar de eterna
oscuridad, el estudiante entró al observatorio buscando al astrónomo. No lo
encontró en la recamara de su claustro y pensó que, como ya era su costumbre,
se había quedado dormido trabajando.
Sobre la mesa de trabajo los anteojos de su porfesor estaban recostados de su pluma
fuente; también su cuaderno abierto en la bitácora del día anterior. Una taza
semivacía de café frió hacia ver que había estado ahí, pero ya no estaba. No
había muchos lugares donde esconderse en este pequeño asteroide que era el
observatorio.
El estudiante curioso miró al cuaderno del astrónomo con curiosidad, leyó
el reporte de la nueva estrella y se
llenó de escepticismo. En ese sector no había estrellas, el profesor está
perdiendo la chaveta, pensó con tristeza. Pero se forzó a ver a través del
telescopio y su sorpresa fue tal, que casi se cae del banco donde estaba
sentado.
Ahí, donde los apuntes del viejo profesor señalaban, no solo estaba la
estrella, tan brillante como reportada, sino que tenía una compañera, más
pequeña, menos brillante. El profesor no solo había descubierto una estrella en
el lugar más inesperado, sino que había descubierto dos: un sistema binario,
pero de manera extraña no lo había reportado. El estudiante volvió a leer el
cuaderno y cayó en cuenta que en la última línea del cuaderno, en la caligrafía
engorrosa del profesor, se leía a duras penas: “Salí a visitar a mi estrella,
no esperen por mí.”
En el viejo gramófono, NIMROD volvía a repetirse.
1 comment:
Gracias amigo me siento igual en esta noche insomne lejos de la patria. Feliz Navidad!
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