En una esquina de la sala-comedor de esa pequeña casa de la calle 82B, el árbol de Navidad se levantaba altivo y orgulloso. El árbol en si mismo era una rareza en la Maracaibo de finales de los años cincuenta, principio de los sesenta; una sociedad cuyas tradiciones navideñas giraban alrededor de la gaita, el Nacimiento y el Niño Jesús, y que de manera lenta pero con paso firme transitaba una transformación de manos del petróleo y la influencia norteamericana.
El árbol había sido comprado en la Casa Serizawa (o la Casa Japonesa, la memoria me falla) cuyo local estaba sobre la Avenida Bella Vista a escasas cuadras de la casa. No era un árbol cualquiera. Para empezar, el árbol era artificial, todavía estaba lejano el tiempo en los pinos canadienses marcarían con su abundante presencia las navidades de la llamada Venezuela-saudita. Estaba totalmente hecho de aluminio, tronco, ramas y hojas, lo que le daba un aire de modernidad bastante peculiar.
Aunque el árbol estaba diseñado para ser iluminado por un reflector rotativo de colores cambiantes, en mi casa decidieron iluminarlo de manera tradicional, llenándolo de los circuitos de luces de la época, muy en contra de la advertencia que gritaba desde una etiqueta en el tronco de metal: WARNING. DO NOT USE ELECTRIC LIGHTS.
A la sombra del árbol, mi mamá había armado un pequeño Nacimiento: María y José, la mula y el buey, los pastores y los Reyes Magos, todo presidido por el ángel y la estrella; el niño solo aparecería en el pesebre el día de Navidad. Durante la mayoría de nuestra niñez, este sería el lugar donde el Niño Jesús dejaría los regalos en la medianoche de la Noche Buena; Santa Claus (San Nicolás) todavía no había sustituido al Niño Dios como fuente de la felicidad que significaba la Navidad.
En una de esas navidades, no recuerdo bien cual, el árbol se vino abajo sin previo aviso mientras cenábamos. El ruido fue estruendoso. Los adornos, que en ese tiempo eran de vidrio, estallaron en pedazos al contacto con el suelo, al unísono que las luces que lo adornaban...
De un árbol de navidad plateado a una cabria iluminada en un campo petrolero no hay si no un paso, y algunos años transcurridos de mi historia personal. En Navidad es muy fácil ponerse sentimental. No hay mas que oír el villancico Niño Lindo u oír el estribillo de la gaita Sentir Zuliano para retrotraerse a lo que recordamos como buenos o mejores tiempo, y aquellos de lágrima fácil sentiremos como el corazón se arruga y correremos a escondernos en una esquina a abrazar nuestra nostalgia.
Pero de eso no se tratan las navidades, ni el festival del solsticio, ni el Janucá, o lo que sea que la gente en este tiempo de agnosticismo celebra en estas fechas. Estas fechas siempre han sido y continúan siendo tiempo de renovar esperanzas, de recordar a los que se han ido y abrazar a los que aún están y celebrar a los que han llegado. De hacer enmienda de nuestras ofensas y ser paciente con los que nos hieren. De abrazar la vida y darle gracias los dioses del universo por cada rotación de este nuestro planeta.
…enderezamos el árbol, rehicimos la iluminación y esa Nochebuena el árbol nos iluminó, como siguió haciéndolo por mucho tiempo, y la risa que siguió a la trágica caída del pino de aluminio japonés aún me acompaña.
Nuestros fervientes deseos por un nuevo año lleno de esperanza y bienestar para todos los que nos dan su afecto, hoy y siempre. Que su árbol particular los ilumine.
Carolina, Anabella, Emiliana y Luis
1 comment:
Gracias Luis por ese recuerdo que estaba guardado bien adentro en mi escaparate de la memoria. 82B en la bajaita hasta la 3F. Al lado de la familia gringa y enfrente de los Alonso. Feliz Navidad!
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