De Agosto de 1974 a Mayo de 1976, el destino me llevó a vivir como estudiante en la Ciudad de Manchester, Inglaterra. Esos días los guardo en mi memoria con afecto, como días de descubrimiento y aprendizaje; vivencias de un imberbe de Maracaibo en la Metrópolis, que he querido plasmar como ficción antes que comiencen a desdibujarse en la memoria.
“El recuerdo es tiempo que se niega a morir,
el olvido es tiempo que ha muerto” T.S. Elliot
Por los resquicios que dejaba la
deshilachada cortina que a duras penas cubría la ventana de la buhardilla que
Augusto llama hogar, se cuelan furtivos los reflejos del farol que alumbraba la
húmeda y angosta calle al sur de Manchester que era su vividero desde hacía ya
unos meses.
El viento, eterno acompañante de la
persistente lluvia que en esta época del año arropa la ciudad, parece hacer de
sección rítmica a la música que del radio apenas alcanza a escapar. Para
Augusto, el viejo radio/cassete Sanyo que lo viene acompañando en su viaje
desde el trópico es el acompañante ideal en estas noches de insomnio. Pero esta
noche solo quiere oír no escuchar, el bajo volumen hace sonar agónico a lo que
sea que se está transmitiendo en la BBC World Service, su estación favorita en
las largas noches mancunianas.
El apartamento, si es que así pueden
llamarse las cuatro paredes en las que vive Augusto, está en el último piso de
una vieja casa que había sido dividida en “flats” para albergar
estudiantes. Para llegar a la buhardilla hay que escalar la angosta, empinada y
ruidosa escalera hasta el tercer piso, no sin antes hacer una parada
obligatoria en el baño (“the loo”) en el 2do. Piso, que comparte con otros tres
inquilinos bajo estrictas reglas de uso, que solo Augusto cumple y eso de
manera eventual. El es el único que se baña todos los días en la desconchada
tina y por eso termina viendo como se pierden sus monedas de 20 pennies, engullidas con gula infinita por el “gas meter” que
controla el agua caliente.
El amoblado del lugar es en estilo
“reciclado antiguo”, muebles anónimos que seguro guardan entre sus grietas las
memorias de los incontables mortales que los han usado desde “La Gran
Guerra”. Las paredes están cubiertas de un papel tapiz corrugado de color
neutro, que en algún momento aspiro a ser beige y que hoy luce manchado y
amarillento.
En la pared justo en frente de la puerta
de entrada, entrampada contra la esquina, la cama, que no alcanza a ser ni
sencilla ni matrimonial; una de esas rarezas británicas que se escapan de toda
norma, a excepción de las suyas propias. Al lado de la cama, apoyado en
un listón que pretende ayudar a recuperar su equilibrio perdido, se
yergue inseguro un viejo escaparate de madera que acaricia el inclinado techo
del recinto. Dentro de él sus pocas pertenencias, que apretujadas cuelgan como
espantapájaros de torcidos ganchos de alambre. En el otro costado de la cama,
una caja de robusta madera hace las veces de mesa de noche.
En el otro extremo del cuarto, bajo la
ventana, una mesa y dos sillas hacen las veces de comedor y escritorio. Sobre
la mesa, el cancionero de los Beatles, debajo de ella la guitarra Ibañez,
compañera y confidente. Seis cuerdas que aguantan las ínfulas de Augusto como
compositor de canciones de amores imposibles, de rima ingenua, casi infantil.
Hacía ya días que Augusto tenía la
guitarra abandonada. Había demasiada melancolía en las notas que le lograba
arrancar, melancolía que de tiempo en tiempo lo invadía por no razón aparente,
aunque se lo atribuía a la soledad que se había vuelto su fiel compañera.
La continua y helada llovizna que acompaña casi todas las horas del día, y la
entrada del otoño con sus días cada vez más cortos, hace que pase más tiempo
bajo techo que lo que preferiría, aunque nunca falta la noche cuando salir a
caminar de madrugada es la mejor medicina para el insomnio.
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Un día inesperado, si es que lo advertido
es inesperado, Mary se había marchado de regreso a su pueblo, y desde entonces
no alcanzaba a dejar de pensar en ella, hora tras hora, día tras día. Desde que
se despidieron en la estación de tren de Oxford Street, no había vuelto a saber
de ella y no lo entendía. No habían peleado por algo en particular. No había
habido insultos, ni infidelidades, simplemente los silencios habían crecido en
intensidad y se había marchado. Se había
llevado, junto con todas las cartas que le había escrito, una buena parte de su
vida. Así como había aparecido en su vida, igual había desaparecido: sin aviso.
Ella siempre le había advertido que un día tendría que dejar la ciudad y
regresar a casa a reencontrarse con su vida, pero él a consciencia había
decidido ignorar su advertencia y arriesgar el presente.
Mary había llenado su vida como nadie
antes lo había hecho, o mejor dicho era él quien había decidido que su vida iba
a ser llenada por ella. La conoció un día en la escalinata de entrada a la
vieja casa en Old Lansdowne Rd. Ella regresaba del TESCO cargada de la compra
del día y él se ofreció a ayudarla. Ella vivía en el flat del segundo piso,
compartían hasta el baño, pero hasta ese día nunca había cruzado palabra con
ella.
Desde el primer momento se deslumbró con
su personalidad. Ella era la local, él el extranjero; ella la extrovertida, él
tímido a más no poder. Por razones que él nunca alcanzó entender ella le abrió,
desde el primer momento, no solo las puertas de su apartamento, sino también
las de su corazón, o al menos eso fue lo que él decidió pensar.
Desde ese día fueron inseparables, ella lo
sacó de la caparazón protectora donde se refugiaba como ermitaño, y le enseño
la ciudad y sus alrededores. Le hizo conocer y respirar el aire de todos los
rincones de una ciudad que hasta entonces se levantaba ante él anónima y
desconocida. Con ella le puso nombre a las calles y cara a la gente.
Hablaban de todo y de todos. Compartían la afición por los libros, el cine, la
música y la fotografía, pero sobretodo les gustaba compartir esos largos
silencios que incomodan a todos, menos a aquellos que se comunican sin
palabras.
Con ella todo era más brillante,
hasta el viaje en el autobús 49, de West Didsbury a downtown Manchester, se
convertía en una travesía de descubrimiento. Daba igual ir a Selfridges de
compra, que asistir al concierto de Santana. No existía día o evento
insignificante, todo sumaba a la alegría de estar juntos. De cuando en cuando
salían a explorar los alrededores: El Lake District a seguir en los pasos de
Beatrix Potter; al Peak District a caminar las montañas; y hasta la Liverpool
de los Beatles a caminar en Penny Lane.
Una vez hicieron, en un viejo Maxi Cooper
que habían alquilado, un largo viaje que los llevó desde Manchester a Glasgow
vía Edimburgo, Aberdeen e Inverness, donde descubrieron la belleza de Escocia y
así mismos. El último día de ese viaje, despertaron abrazados en una
destartalada pensión a la ribera del alargado y brumoso Loch Ness, esperando
infructuosamente ver al mítico monstruo que se decía habitaba en las oscuras y
frías aguas escocesas…todavía creían en leyendas.
Eso fue ayer…
Hoy día, las noches lluviosas son lo más
difícil de sobrevivir, porque es cuando Augusto más valora la suerte de haberla
conocido y le retuerce el dolor de su ausencia. Augusto sabe, por experiencia,
que de mal de amores nadie muere, pero no siempre su cerebro le ganaba esta
sempiterna partida a su corazón. Esta noche, como tantas otras antes,
apagó la radio, se metió en el sleeping bag de color marrón que hace las veces
de cobija, luchando contra los recuerdos que se apretujan en su memoria.
Le echó una última mirada a las sombras que los reflejos de luz dibujaban en la
pared contigua a su cama, y cerrando los ojos pensó: quizás mañana.
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Los días se convirtieron en semanas y
estos en meses. Tenía que terminar su tesis, había completado la parte teórica
sin contratiempos, pero los ensayos en el laboratorio se habían transformado en
un calvario, sufrido e interminable. Pasaba horas en el laboratorio, no
se le venía fácil, pero era lo que había decidido hacer de su vida. Luego se
refugiaba en la biblioteca, leyendo y escribiendo, sobre temas totalmente
ajenos a su tesis, tenía una curiosidad que nunca estaba satisfecha y los
salones del Edificio en Withworth Street eran una verdadera cueva de Alí Babá
de conocimiento.
Con el tiempo, y el trabajo
que ocupaba sus días, la ausencia dejó de entristecerlo y los recuerdos eran
más las veces que lo hacían sonreír que llorar. Las noches se volvían
madrugadas, pero ya no eran melancólicas. La guitarra volvió acompañarlo, al
igual que la voz pulida de los locutores de la BBC, que eran sus amigos y
profesores invisibles del lenguaje de la Reina en esas noches de insomnio. Otros amores
tocaron a la puerta de su buhardilla, pero no fueron más que incompetentes
sustitutos de lo insustituible.
No
había esquina ni calle de la ciudad que no le recordará a Mary, todo tenía su
huella, su aroma. A veces hasta creía adivinar su imagen entre la muchedumbre
de un día sábado en el mercado de las pulgas, o en la cola a Old Trafford.
Aprendió a sobrellevar la ausencia escogiendo los recuerdos; aprendió a no
imaginar el sonido de su pisada en la escalera, o el sonido del agua cuando,
luego de una visita furtiva en la noche, llenaba la tina para bañarse antes de
regresar a abrazarlo en su cama. Nunca, sin embargo, aprendió a olvidarla.
Finalmente llegó el día en que Augusto
también tuvo que empacar. La tesis estaba lista. Había decidido no regresar a
casa, sino seguir en la aventura de una nueva universidad en su continua necesidad
de satisfacer su curiosidad. Su tiempo en Manchester, ciudad que había hecho
suya gracias a Mary, había llegado a su fin lógico. No solo llevaba el equipaje
de conocimiento que había venido a buscar a Manchester, sino también el alma
llena de la vida que había descubierto de la mano de Mary, con todo y sus
lunares.
Con su guitarra al hombro, una maleta con
su ropa, y una caja de libros y discos, Augusto tomó un Taxi rumbo a la
estación de tren. Miró con tristeza a la vieja construcción de 20 Old Lansdowne
Road que había sido su casa y su hogar por 18 meses. Era Mayo, Los grises se
hacían verdes, pero era Manchester y caía una llovizna fría sobre la
calle. Miró hacia la ventana y creyó ver sombras en la ventana.
Palatine Road se convirtió en Winslow Road
y luego en Oxford Road. A través de la ventana del taxi veía pasar las calles y
los lugares que Mary le había enseñado a conocer y querer. Sabía que era poco
probable que los volviera a ver, y su corazón se le empezó a arrugar, como
quien se despide de amigos entrañables al iniciar un viaje sin retorno. Sabía
que su partida de alguna manera cerraba la puerta para siempre a un lugar de su
vida y de su corazón donde nunca volvería. El presente se hacía pasado con cada
calle.
En la estación compró el ticket a Londres,
iba a una nueva ciudad y a nuevas experiencias. Mientras esperaba en la
plataforma por el tren, encendió un Player’s No. 6 y aspiro lenta y
deliberadamente. A esa temprana hora la plataforma está llena de hombres de
negocio yendo a la gran ciudad por el día. La mayoría de ellos se refugian
detrás de la primera plana de The Guardian, The Times o The Daily
Telegraph, de acuerdo a su inclinación política, los menos se deleitan con los
“boobs” de la página 3 del The Sun.
Finalmente llegó el tren, Augusto abordó
el vagón con su maleta y su guitarra, y se acomodó en el asiento 15A del
Intercity de British Railways. Deslizó hacia abajo la ventana y se perdió en
sus pensamientos. Se oyó el silbato del conductor, el tren empezó a moverse
hacia adelante en espasmos, acompañado de chirridos metálicos y el sonido del
aire comprimido de los freno que escapaba ruidosamente…pffffff.
Augusto, como si advertido por una voz interna,
levantó su mirada y justo cuando el tren empezaba acelerar, volteó a
mirar hacia la plataforma. Le pareció reconocer en el extremo más lejano de la
plataforma la figura menuda e inconfundible de Mary. No supo si era su
imaginación que lo engañaba, pero le pareció que la vio sonreír y despedirlo.
Se vio tentado a bajarse del tren, pero la velocidad que ya el tren alcanzaba
le advirtió no hacerlo. Asomó la mitad de su cuerpo a través la estrecha
ventanilla del vagón y agitó sus brazos en señal de despedida, y solo lo dejó
de hacer cuando la plataforma no era más que una silueta en el horizonte…la
lluvia le mojaba la cara, iluminada por una sonrisa.