Sunday, October 30, 2016

20 Old Lansdowne Road - Manchester

De Agosto de 1974 a Mayo de 1976, el destino me llevó a vivir como estudiante en la Ciudad de Manchester, Inglaterra. Esos días los guardo en mi memoria con afecto, como días de descubrimiento y aprendizaje; vivencias de un imberbe de Maracaibo en la Metrópolis,  que he querido plasmar como ficción antes que comiencen a desdibujarse en la memoria.


“El recuerdo es tiempo que se niega a morir, el olvido es tiempo que ha muerto” T.S. Elliot


Por los resquicios que dejaba la deshilachada cortina que a duras penas cubría la ventana de la buhardilla que Augusto llama hogar, se cuelan furtivos los reflejos del farol que alumbraba la húmeda y angosta calle al sur de Manchester que era su vividero desde hacía ya unos meses.

El viento, eterno acompañante de la persistente lluvia que en esta época del año arropa la ciudad, parece hacer de sección rítmica a la música que del radio apenas alcanza a escapar. Para Augusto, el viejo radio/cassete Sanyo que lo viene acompañando en su viaje desde el trópico es el acompañante ideal en estas noches de insomnio. Pero esta noche solo quiere oír no escuchar, el bajo volumen hace sonar agónico a lo que sea que se está transmitiendo en la BBC World Service, su estación favorita en las largas noches mancunianas.

 El apartamento, si es que así pueden llamarse las cuatro paredes en las que vive Augusto, está en el último piso de una vieja casa  que había sido dividida en “flats” para albergar estudiantes. Para llegar a la buhardilla hay que escalar la angosta, empinada y ruidosa escalera hasta el tercer piso, no sin antes hacer una parada obligatoria en el baño (“the loo”) en el 2do. Piso, que comparte con otros tres inquilinos bajo estrictas reglas de uso, que solo Augusto cumple y eso de manera eventual. El es el único que se baña todos los días en la desconchada tina y por eso  termina viendo como se pierden sus monedas de 20 pennies, engullidas con gula infinita por el  “gas meter” que controla el agua caliente.

El amoblado del lugar es en estilo “reciclado antiguo”, muebles anónimos que seguro guardan entre sus grietas las memorias de los incontables mortales que los han usado desde “La Gran Guerra”.  Las paredes están cubiertas de un papel tapiz corrugado de color neutro, que en algún momento aspiro a ser beige y que hoy luce manchado y amarillento.

En la pared justo en frente de la puerta de entrada, entrampada contra la esquina, la cama, que no alcanza a ser ni sencilla ni matrimonial; una de esas rarezas británicas que se escapan de toda norma, a excepción de las suyas propias.  Al lado de la cama, apoyado en un listón que pretende ayudar a recuperar su equilibrio perdido,  se yergue inseguro un viejo escaparate de madera que acaricia el inclinado techo del recinto. Dentro de él sus pocas pertenencias, que apretujadas cuelgan como espantapájaros de torcidos ganchos de alambre. En el otro costado de la cama, una caja de robusta madera hace las veces de mesa de noche.

En el otro extremo del cuarto, bajo la ventana, una mesa y dos sillas hacen las veces de comedor y escritorio. Sobre la mesa, el cancionero de los Beatles, debajo de ella la guitarra Ibañez, compañera y confidente. Seis cuerdas que aguantan las ínfulas de Augusto como compositor de canciones de amores imposibles, de rima ingenua, casi infantil.

Hacía ya días que Augusto tenía la guitarra abandonada. Había demasiada melancolía en las notas que le lograba arrancar, melancolía que de tiempo en tiempo lo invadía por no razón aparente, aunque se lo atribuía a la soledad que se había vuelto su fiel compañera.  La continua y helada llovizna que acompaña casi todas las horas del día, y la entrada del otoño con sus días cada vez más cortos, hace que pase más tiempo bajo techo que lo que preferiría, aunque nunca falta la noche cuando salir a caminar de madrugada es la mejor medicina para el insomnio.
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Un día inesperado, si es que lo advertido es inesperado, Mary se había marchado de regreso a su pueblo, y desde entonces no alcanzaba a dejar de pensar en ella, hora tras hora, día tras día. Desde que se despidieron en la estación de tren de Oxford Street, no había vuelto a saber de ella y no lo entendía. No habían peleado por algo en particular. No había habido insultos, ni infidelidades, simplemente los silencios habían crecido en intensidad y  se había marchado. Se había llevado, junto con todas las cartas que le había escrito, una buena parte de su vida. Así como había aparecido en su vida, igual había desaparecido: sin aviso. Ella siempre le había advertido que un día tendría que dejar la ciudad y regresar a casa a reencontrarse con su vida, pero él a consciencia había decidido ignorar su advertencia y arriesgar el presente.

Mary había llenado su vida como nadie antes lo había hecho, o mejor dicho era él quien había decidido que su vida iba a ser llenada por ella. La conoció un día en la escalinata de entrada a la vieja casa en Old Lansdowne Rd. Ella regresaba del TESCO cargada de la compra del día y él se ofreció a ayudarla. Ella vivía en el flat del segundo piso, compartían hasta el baño, pero hasta ese día nunca había cruzado palabra con ella.

Desde el primer momento se deslumbró con su personalidad. Ella era la local, él el extranjero; ella la extrovertida, él tímido a más no poder. Por razones que él nunca alcanzó entender ella le abrió, desde el primer momento, no solo las puertas de su apartamento, sino también las de su corazón, o al menos eso fue lo que él decidió pensar.

Desde ese día fueron inseparables, ella lo sacó de la caparazón protectora donde se refugiaba como ermitaño, y le enseño la ciudad y sus alrededores. Le hizo conocer y respirar el aire de todos los rincones de una ciudad que hasta entonces se levantaba ante él anónima y desconocida. Con ella le puso nombre a las calles y cara a la gente.  Hablaban de todo y de todos. Compartían la afición por los libros, el cine, la música  y la fotografía, pero sobretodo les gustaba compartir esos largos silencios que incomodan a todos, menos a aquellos que se comunican sin palabras.

 Con ella todo era más brillante, hasta el viaje en el autobús 49, de West Didsbury a downtown Manchester, se convertía en una travesía de descubrimiento. Daba igual ir a Selfridges de compra, que asistir al concierto de Santana. No existía día o evento insignificante, todo sumaba a la alegría de estar juntos. De cuando en cuando salían a explorar los alrededores: El Lake District a seguir en los pasos de Beatrix Potter; al Peak District a caminar las montañas; y hasta la Liverpool de los Beatles a caminar en Penny Lane.

Una vez hicieron, en un viejo Maxi Cooper que habían alquilado, un largo viaje que los llevó desde Manchester a Glasgow vía Edimburgo, Aberdeen e Inverness, donde descubrieron la belleza de Escocia y así mismos. El último día de ese viaje, despertaron abrazados en una destartalada pensión a la ribera del alargado y brumoso Loch Ness, esperando infructuosamente ver al mítico monstruo que se decía habitaba en las oscuras y frías aguas escocesas…todavía creían en leyendas.

Eso fue ayer…

Hoy día, las noches lluviosas son lo más difícil de sobrevivir, porque es cuando Augusto más valora la suerte de haberla conocido y le retuerce el dolor de su ausencia. Augusto sabe, por experiencia, que de mal de amores nadie muere, pero no siempre su cerebro le ganaba esta sempiterna  partida a su corazón. Esta noche, como tantas otras antes, apagó la radio, se metió en el sleeping bag de color marrón que hace las veces de cobija, luchando contra los recuerdos que se apretujan en su memoria.  Le echó una última mirada a las sombras que los reflejos de luz dibujaban en la pared contigua a su cama, y cerrando los ojos pensó: quizás mañana.
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Los días se convirtieron en semanas y estos en meses. Tenía que terminar su tesis, había completado la parte teórica sin contratiempos, pero los ensayos en el laboratorio se habían transformado en un calvario, sufrido e interminable.  Pasaba horas en el laboratorio, no se le venía fácil, pero era lo que había decidido hacer de su vida. Luego se refugiaba en la biblioteca, leyendo y escribiendo, sobre temas totalmente ajenos a su tesis, tenía una curiosidad que nunca estaba satisfecha y los salones del Edificio en Withworth Street eran una verdadera cueva de Alí Babá de conocimiento.

 Con el  tiempo, y el trabajo que ocupaba sus días, la ausencia dejó de entristecerlo y los recuerdos eran más las veces que lo hacían sonreír que llorar. Las noches se volvían madrugadas, pero ya no eran melancólicas. La guitarra volvió acompañarlo, al igual que la voz pulida de los locutores de la BBC, que eran sus amigos y profesores invisibles del lenguaje de la Reina  en esas noches de insomnio. Otros amores tocaron a la puerta de su buhardilla, pero  no fueron más que incompetentes sustitutos de lo insustituible.

 No había esquina ni calle de la ciudad que no le recordará a Mary, todo tenía su huella, su aroma. A veces hasta creía adivinar su imagen entre la muchedumbre de un día sábado en el mercado de las pulgas, o en la cola a Old Trafford. Aprendió a sobrellevar la ausencia escogiendo los recuerdos; aprendió a no imaginar el sonido de su pisada en la escalera, o el sonido del agua cuando, luego de una visita furtiva en la noche, llenaba la tina para bañarse antes de regresar a abrazarlo en su cama. Nunca, sin embargo, aprendió a olvidarla.

Finalmente llegó el día en que Augusto también tuvo que empacar. La tesis estaba lista. Había decidido no regresar a casa, sino seguir en la aventura de una nueva universidad en su continua necesidad de satisfacer su curiosidad. Su tiempo en Manchester, ciudad que había hecho suya gracias a Mary, había llegado a su fin lógico. No solo llevaba el equipaje de conocimiento que había venido a buscar a Manchester, sino también el alma llena de la vida que había descubierto de la mano de Mary, con todo y sus lunares.

Con su guitarra al hombro, una maleta con su ropa, y una caja de libros y discos, Augusto tomó un Taxi rumbo a la estación de tren. Miró con tristeza a la vieja construcción de 20 Old Lansdowne Road que había sido su casa y su hogar por 18 meses. Era Mayo, Los grises se hacían verdes, pero era Manchester y caía una llovizna fría sobre la calle.  Miró hacia la ventana y creyó ver sombras en la ventana.

Palatine Road se convirtió en Winslow Road y luego en Oxford Road. A través de la ventana del taxi veía pasar las calles y los lugares que Mary le había enseñado a conocer y querer. Sabía que era poco probable que los volviera a ver, y su corazón se le empezó a arrugar, como quien se despide de amigos entrañables al iniciar un viaje sin retorno. Sabía que su partida de alguna manera cerraba la puerta para siempre a un lugar de su vida y de su corazón donde nunca volvería. El presente se hacía pasado con cada calle.

En la estación compró el ticket a Londres, iba a una nueva ciudad y a nuevas experiencias. Mientras esperaba en la plataforma por el tren, encendió un Player’s No. 6 y aspiro lenta y deliberadamente. A esa temprana hora la plataforma está llena de hombres de negocio yendo a la gran ciudad por el día. La mayoría de ellos se refugian detrás de la primera plana de  The Guardian, The Times  o The Daily Telegraph, de acuerdo a su inclinación política, los menos se deleitan con los “boobs” de la página 3 del The Sun.

Finalmente llegó el tren, Augusto abordó el vagón con su maleta y su guitarra, y se acomodó en el asiento 15A del Intercity de British Railways. Deslizó hacia abajo la ventana y se perdió en sus pensamientos. Se oyó el silbato del conductor, el tren empezó a moverse hacia adelante en espasmos, acompañado de chirridos metálicos y el sonido del aire comprimido de los freno que escapaba ruidosamente…pffffff.

Augusto, como si advertido por una voz interna, levantó su mirada y justo cuando el tren empezaba  acelerar, volteó a mirar hacia la plataforma. Le pareció reconocer en el extremo más lejano de la plataforma la figura menuda e inconfundible de Mary. No supo si era su imaginación que lo engañaba, pero le pareció que la vio sonreír y despedirlo. Se vio tentado a bajarse del tren, pero la velocidad que ya el tren alcanzaba le advirtió no hacerlo. Asomó  la mitad de su cuerpo a través la estrecha ventanilla del vagón y agitó sus brazos en señal de despedida, y solo lo dejó de hacer cuando la plataforma no era más que una silueta en el horizonte…la lluvia le mojaba la cara, iluminada por una sonrisa.

3 comments:

federicoaguila said...

Solamente faltó una referencia a la comida manchesteriana. O es que los pennies estaban escasos?. Excelente prosa de una guitarra. Ya me animaré a escribir algo pronto de la nublada y húmeda Baton Rouge.

Larense 1949 said...

Excelente prosa Luis. Como siempre, en todos tus relatos. Un gran abrazo, Antonio Méndez

Francia A. Galea said...

Un deleite este escrito. Nos toca esa fibra sensible y más cuando hemos pasado por una experiencia similar. Y no sabemos cómo expresarlo

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