Pronto avizoramos el aeropuerto de Morelia. Una angosta franja de asfalto en el medio de ninguna parte, vanguardia obligada de todo esfuerzo modernizador. En ese descenso siempre esperanzado que es la trayectoria de aterrizaje de cualquier aeroplano, ya se empiezan a delinear las arterias que en la llanura ha hecho la mano del hombre: carreteras de tierra que conectan, en diseño de aparente caos, descampados de color arcilla.
El aeropuerto donde aterrizamos se asemeja a muchos otros que hemos visto en e largo periplo por campos petroleros que ha sido nuestra vida, una instalación austera y bien mantenida. El modesto terminal, usualmente solitario, se convierte en un hervidero de gente para recibir el avión proveniente de la ciudad. Los que vienen a recibirnos, con su usual y franca cortesía. Los que esperan tomar el avión para regresar a casa después de semanas de obligado aislamiento, suerte de legión extranjera moderna. Los soldados, bien armados y alertas, símbolos de la Colombia de violencia que ya abandonó estos parajes, pero que permanece siempre acechante. La brigada de bomberos, preparada, simbólica ante un verdadero accidente.
No importa en qué idioma se hable, o en qué lugar del mundo se encuentre, la amabilidad de aquellos que les toca, por escogencia de vida, trabajar en un campo petrolero, es una constante. Es una camaradería, silenciosa pero poderosa, casi como de soldados que comparten historias de batallas compartidas, en esa continua guerra por arrancarle el petróleo a las entrañas de la tierra. Es una escena que he vivido decenas de veces, en otras latitudes, en otros tiempos.
Mi primer campo petrolero, o al menos el que llevo en mi memoria, estaba en el medio del Lago de Maracaibo. No fui a trabajar, y mucho menos a hacer una visita de inspección. Era un imberbe de escasos años y aún más escasos kilos. Acompañaba a mi papá, ingeniero petrolero, a llevar a unos visitantes importantes (o al menos me lo parecían pues conversaban en un lenguaje extraño) y sus familias, a conocer las instalaciones de producción en el Lago. Íbamos rumbo a la “Casita”, que era cómo se conocía la plataforma donde dormían y comían los ingenieros en el medio del lago, adyacente a una planta de compresión de gas.
Se llegaba a la plataforma después de un largo, incómodo y ruidoso viaje en lancha, que partía del bien nombrado puerto de Punta de Palmas, al sur de Maracaibo. En un lago que por su marullo podía tender emboscadas inesperadas, esta era una aventura interesante para un mocoso siempre curioso, pero había que pagar el precio del madrugón. Eso de por si debía haber sido advertencia suficiente como para llevarme a buscar una ocupación más civilizada, como ser abogado. Pero ya sabemos cuán impermeables a las lecciones de la experiencia son los niños.
Heme aquí entonces, después de muchos y largos años, todavía en la cara de la “mina”( como diría mi buen amigo Gustavo Núñez). Esto a pesar de los innumerables desvíos tomados en la vía, en vanos intentos por escapar de un destino tejido de historia familiar, amistades entrañables y encrucijadas de una sola opción.
Pero Rubiales, que así se llama el campo petrolero en los llanos orientales al que sirve el aeropuerto de Morelia, no es una parada más en el camino. Esta es una de esas batallas para la que la vida nos ha estado preparando por largo tiempo, de una manera subrepticia, pero con propósito. Rubiales es la coincidencia de múltiples caminos, de cientos de historias personales, de la visión y el sudor de jóvenes y no tan jóvenes, que comparten esa relación y sentido de propósito de los que han escogido como modo de vida escamotearle a la naturaleza sus milenarias pertenencias.
Ir al Campo petrolero de Rubiales, a ser parte y testigo de su crecimiento durante los últimos dos años, ha sido y continúa siendo una experiencia reconfortante. Rubiales es una muestra de lo que las sociedades de estas latitudes pueden lograr. De lo que podemos construir cuando nos desnudamos de los prejuicios atávicos de falso nacionalismo, del jingoísmo. Cuando nos despojamos del complejo de víctimas que falsos líderes nos quieren imponer y afrontamos nuestro propio destino, con certidumbre en el conocimiento de que si podemos, en perfecto castellano.
Recorrer el campo y observar el hormiguero de gente que transforma el recurso del subsuelo, las 24 horas del día, los 365 días del año, en riqueza para sus accionistas, sus empleados y su entorno, supliendo una parte de la energía que requiere el mundo, es una experiencia que lo reconcilia a uno con esta siempre vilipendiada industria. No deja también de ser emotivo, de una manera muy personal, que en este apartado rincón de Colombia, muy lejos del Lago y sus costas, uno reconozca caras amigas, recordatorios de ese camino que nos trajo aquí. Camaradas de batallas pasadas, cariños y afectos que nunca languidecen. Como para redondear la nostalgia, en una esquina del campo me tropiezo con la casi terminada planta de emulsiones, “deja vu” otra vez.
Al final del día el Beech 1900 aterriza de vuelta en Bogotá, con su carga de legionarios de regreso a visitar su hogar y renovar fuerzas para el próximo turno. Rubiales quedo atrás en los Llanos, silenciosa pero seguramente contribuyendo a construir a Colombia. Pronto, cuando finalmente Luis Andrés, Eduardo, Camilo, Orlando, Iván y decenas de otros, cumplan lo prometido, Colombia descubrirá en Rubiales el centro del desarrollo de Los Llanos Orientales de Colombia, nunca más el “Medio de Ninguna Parte”.
Ha sido un largo periplo desde la “Casita” a Rubiales, pero presiento que esta ni es la última parada, ni tampoco la última batalla que pelearemos juntos.
Publicado en Petroleumworld
No comments:
Post a Comment